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- ¿Crisis económica... o agotamiento de un modelo de pensamiento?
jueves, 5 de septiembre de 2013
Texto: Amparo Merino de Diego, Economistas sin Fronteras
Tablas: Marcos de Balbín Pacios
Los sistemas económicos no funcionan en el aire,
sino que están bien anclados a principios o creencias que, en cada
contexto cultural, social e histórico, sustentan las decisiones de los
agentes que participan en ese sistema. Principios que, repetidos sin
cesar, acaban asumiéndose como dogmas. Por ejemplo, la idea de que el
trabajo, la tierra y otros bienes puedan ser objeto de compra; la
superioridad del mercado para determinar valor y precio; o la supremacía
de la propiedad privada, parecen haber estado ahí siempre tal y como lo
entendemos ahora.
Pero no es así. Por ejemplo, los
economistas fisiócratas configuraron en el siglo XVIII una ciencia
económica que tenía como objetivo central promover las creaciones de la
tierra, como única fuente de riqueza, "sin menoscabo de la fuente de su
producción", decía François Quesnay (de modo sostenible, podríamos decir
hoy). Sin embargo, esta perspectiva de la economía fisiocrática fue
quedando en desuso y, aproxidamente un siglo después, la ciencia
económica se ocupaba ya sólo de aquello que podía ser objeto de
propiedad y de valoración monetaria, de aquello que podía incorporarse a
los procesos productivos. Esta evolución del pensamiento económico era
coherente con el pensamiento de la Ilustración, que sustituyó una visión
de la Naturaleza como un sistema orgánico movido por fuerzas sagradas,
por un mundo que funcionaba como una máquina y en el que el único
conocimiento válido era el racional. Así pues, en la base del
funcionamiento de la economía está nuestro modo "ilustrado" de ver el
mundo. Y también nuestra percepción de la Naturaleza como algo que está
fuera de nosotros mismos.
De hecho, si nos
distanciamos un poco de nuestros pensamientos automatizados, no es
difícil ver la actual crisis como expresión de los conflictos que se
producen dentro de una gran burbuja, cuya dimensión va más allá de la
especulación financiera o inmobiliaria. Dicho de otro modo: si nos
imagináramos a nosotros mismos observando esa burbuja desde fuera,
podríamos ver que la crisis actual es una consecuencia natural de la
evolución histórica que han seguido el pensamiento económico y el modelo
capitalista de producción y consumo.
Efectivamente,
ésta es la analogía que hace Peter Senge cuando aplica el funcionamiento
de las burbujas especulativas a toda una época: sin duda, la era
industrial y capitalista ha generado importantes beneficios a millones
de habitantes del planeta (mayor esperanza de vida, menor analfabetismo,
mayor acceso a nutrientes, más oportunidades y posibilidades de
conocimiento, de creación, de ocio, de relaciones humanas…). Esto
confirma las teóricas ventajas de la forma de pensamiento que hay detrás
de estos beneficios y, por tanto, se unen más y más seguidores
convencidos de sus bondades. Y, si la duración de esa burbuja se
prolonga durante siglos, esto dificulta siquiera la posibilidad de
imaginar otras formas de pensar y de funcionar sustancialmente
diferentes.
Sin embargo, igual que crece el número de
beneficiarios en una burbuja, también lo hacen las tensiones y las
contradicciones que se producen entre la lógica que rige en su interior y
la realidad más amplia. Una tensión evidente es la profunda crisis
ecológica global: sólo en las últimas décadas, la especie humana ha
transformado los ecosistemas más rápida y extensamente que en ningún
otro período de tiempo comparable de su historia, en gran parte para
resolver las demandas rápidamente crecientes de alimento, agua potable,
madera, fibra y combustible. Así lo evidencia el informe de Naciones
Unidas de la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio. Concluye el
estudio que la degradación de los servicios que prestan muchos
ecosistemas está constituyendo un claro obstáculo para la consecución de
los Objetivos de Desarrollo del Milenio para reducir la pobreza, el
hambre y la enfermedad.
Esta burbuja centenaria se ha
forjado sobre unas creencias en torno a lo que es el comportamiento
humano perfectamente representadas por el modelo del homo economicus. Este homo maximizador
de utilidad, hedonista e individualista encaja perfectamente con el
funcionamiento de una economía que resulta incompatible con la
sostenibilidad global por varias razones:
1) Simplifica bienes, necesidades y escaseces al homogeneizarlo todo en un único tipo de valor: el monetario.
2) Atribuye al proceso económico la creación de riqueza (valorada
en términos monetarios) y, en coherencia, mitifica el crecimiento
económico como un fin en sí mismo.
3) Al excluir
procesos no monetarios y tener en el centro de su atención al
crecimiento económico, conduce a la sobreexplotación de los recursos
naturales, subordina el razonamiento moral al económico, y desatiende
dimensiones de la vida no mercantilizables, como la contemplación.
4) Pone el énfasis en las necesidades (o, más bien, en los deseos,
que nunca quedan saciados) expresadas a través de los mercados. Por
tanto, se priorizan las necesidades más ligadas a “tener” que a “ser” o
“cuidar”.
5) Privilegia la perspectiva individual
del ser humano frente a su dimensión social. Y aún menos relevante para
el modelo del homo economicus es la dimensión espiritual del ser
humano, que supone sentirnos identificados con otros seres humanos y no
humanos, así como con la Tierra como un todo. Sin embargo, la vertiente
social y espiritual son tan reales y tan propias de la naturaleza
humana como la dimensión individual. La prueba se encuentra en su
permanente expresión a través de comportamientos altruistas, del cuidado
de los otros y de sentimientos compasivos. Compasión que implica, más
allá de entender el sentimiento ajeno, experimentarlo como propio.
En definitiva, el homo economicus produce
un mundo teóricamente coherente, pero simplista, miope y, en la
práctica, autodestructivo. Ciertamente, la crisis de sostenibilidad se
basa en una economía que funciona al margen de los procesos y los ritmos
de la Naturaleza; una economía que ignora que vivimos en un planeta
finito, marcado por complejas interconexiones. Y la supervivencia de
nuestra especie, así como el reconocimiento de los seres no humanos,
implica fluir con los procesos de la Naturaleza (desde la prudencia y el
conocimiento disponible). Fluir con esos ritmos es incompatible con
subordinarlos a los vaivenes de las fuerzas de los mercados,
independientemente de qué revolucionarias tecnologías puedan acudir a
“resolver” el problema.
Entonces, ¿se encuentran en
la idea de “sostenibilidad” principios mentales que nos ayudarían a
salir de la burbuja en la que nos encontramos?
Para
responder a esta pregunta, no podemos olvidarnos de la idea de
“desarrollo sostenible”, que nació de añadir el término “sostenibilidad”
a esa idealización que supone la idea de “desarrollo”. El desarrollo
sostenible se ha generalizado en el discurso que acompaña a la actividad
económica, pero no ha ido ligado a un rediseño sustancial en los
mercados y en los procesos de producción y consumo (ni en los marcos
institucionales en los que operan). Éstos siguen respondiendo a la
lógica del beneficio y del rendimiento sobre la inversión pero no (o de
modo muy secundario) a los límites y los rendimientos de la Naturaleza o
al objetivo de una vida buena. En su lugar, la expresión “desarrollo
sostenible” y, por analogía, “sostenibilidad”, han tendido a significar
en la práctica la continuidad en la extracción de recursos, en la
expansión de todo tipo de bienes y en la permanente acumulación de
capital.
A pesar de lo anterior, “sostenibilidad”
también ha supuesto un territorio terminológico en el que vislumbrar y
expresar el reconocimiento de un modelo de pensamiento agotado y la
emergencia de otro nuevo. Un nuevo modelo de pensamiento que pone a la
economía como un instrumento para alcanzar una vida buena, plena y con
sentido; y a la finitud de la Naturaleza como su límite físico
fundamental.